Una árida estación blanca, que gran película

Ahora le ha tocado hacer de chico bueno. A él, que tantas veces fue el malo de la película y que tantas veces murió en la pantalla. En Una árida estación blanca, segundo largometraje de la realizadora Euzhan Palcy, Donald Sutherland es Ben du Toit, un honorable profesor sudafricano a quien el drama del apartheid ha roto los esquemas vitales.

Su nuevo personaje se sitúa en las antípodas del fascista recalcitrante que encarnó en Novecento de Bertolucci, o de sus truculentas apariciones en El castillo de los muertos vivientes, su debut cinematográfico hace ya veinticinco años.

El actor canadiense quiere dejar claro que el profesor Ben du Toit «es un hombre absolutamente real; yo no tenía ningún interés en participar en una película polémica. Lo único que quería era una historia real y mi papel, Ben du Toit, es el de un hombre de carne y hueso».

Sutherland disfruta cuando habla de su personaje. Recuerda que du Toit es «un respetable profesor afrikaaner que tiene la suerte de purificar su vida y de cambiarla por completo cuando se da cuenta de que la puede cambiar». Detrás de la tumultuosa vida de animal cinematográfico, Sutherland persigue ahora «otro» proceso de purificación, en su granja de Canadá, donde vive con la actriz Francine Recette, y con sus hijos. La película fue rodada en Zimbabwe, aunque gran parte de los actores y extras que en ella aparecen son sudafricanos.

«Creo que Zimbabwe es un buen ejemplo para el pueblo sudafricano; allí sigue habiendo racistas, pero ya no pueden exteriorizarlo como antes. Es muy curioso escuchar a alguien que te dice: «pero mira ese, antes era un asqueroso racista y ahora qué amable es». Su físico, del que se avergonzaba cuando era joven, da el tipo necesario para los papeles que le conviertieron en uno de los «malos» del cine. El siente especial cariño por uno de esos malvados hechos cine: el fascista de Novecento.

Recuerda con pesar la escena en la que tenía que reventar un gato; tuvo tuvo que repetirla cerca de veinte veces. Aquella noche bebió para olvidar, tanto que ahora muestra con cierto orgullo el corte que se produjo en la oreja con un cristal. «Aunque perfectamente me podía haber cortado el cuello». Su intervención en Una árida estación blanca ha servido para alcanzar una postura clara ante la cuestión sudafricana, pese a que en más de una ocasión ha sido tildado de fascista en la vida real. Pero cuando se le pregunta si todo lo que se cuenta sobre Sudáfrica y todo lo que narra la película es real, mira muy serio y asiente. «La película es ficción porque está basada en una novela», señala refiriéndose al libro de André Brink. Pero el submundo de Soweto retratado en la película es, según él, «una tremenda realidad; y también lo es el asesinato de niños». El fascista de Novecento, el conquistador impenitente del Casanova de Fellini y el detective de Klute quedaron atrás. Ahora, este camaleón cinematográfico de ojos grises se ha vuelto bueno ante los espectadores, en la piel de un profesor sudafricano cuyo único pecado es... no odiar a los negros.

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