Techos corredizos de los Mercedes

El 26 de febrero de 1991, los soldados aliados liberaron su patria con valor, y su pueblo se lanzó a las calles gritando su libertad recuperada. Pero nadie pudo ver el rastro de Al Sabah, el símbolo de este país. Han tenido que pasar 16 días para que el emir de Kuwait pise de nuevo su devastado país, regresando de su opulento exilio en Taif (Arabia Saudí). Según fuentes oficiales, la tardanza se ha producido porque le estaban «limpiando la casa». Pero la demora, para muchos inexplicable, puede tener su verdadero motivo en el clima de inestabilidad política que vive el emirato. 

Sin embargo, cualquiera podría haber atentado contra la vida del emir de Kuwait en el enorme caos humano y de organización que le esperaba a su llegada, a pesar de las presencia de miembros de las Fuerzas Especiales norteamericanas con atuendo de guerrilleros centroamericanos. El príncipe heredero, Sad Abdula Al Sabah, recibió al emir al pie del avión, y le besó en la nariz, la mejilla y el hombro, la tradición reservada tan solo a los príncipes y reyes del Golfo. Eran las 16:30 horas (14:30 hora española) y un cielo negro cubria el devastado aeropuerto de la capital. Mientras una banda del Ejército kuwaití interpretaba una fanfarria de honor, Al Sabah avanzó, entre empujones, gritos y soldados con su fusiles M-16 apuntando al aire y abriéndose paso alocadamente, hasta el exterior de una gran carpa blanca, donde fue recibido por las autoridades y los miembros más destacados, ricos y poderosos de las «familias del poder» kuwaití.


El pueblo aguardaba fuera del aeropuerto, haciendo sonar los claxons de sus lujosos automóviles, esperando a su recuperado emir. Al bajar del Boeing 737 de la Kuwait Airways, un soldado norteamericano, subido sobre el techo de su vehículo acorazado, comenzó a agitar con entusiasmo una bandera de Kuwait, mientras sus compañeros hacían fotos. Loa miembros del cuerpo diplomático, incluido el embajador español, Juan José Arbolí, completamente despistados, tuvieron que cambiar dos veces de lugar, rodeados por sus Escoltas. El embajador de los Estados Unidos, relajado y sonriente, esperaba al emir con una espectacular escolta integrada por miembros de las Fuerzas Especiales. Los robustos comandos se paseaban, mirando al personal fijamente a los ojos, con sus desgastados pantalones vaqueros, sus chalecos negros, repletos de mortíferos juguetes y un gesto de displicente paciencia en el rostro. Uno de ellos llevaba un sombrero negro con el ala subida, al mejor estilo Indiana Jones, y una pequeña mochila a su espalda, ajustados jeans y viejos zapatos Sebago. El fusil ametrallador de asalto que sujetaba entre las manos era tan impresionante como desconocido. Era de una «serie especial». 

Los soldados norteamericanos, saudíes y británicos, y los agentes de la CIA rodeaban al emir en medio de una impresionante confusión de armas, periodistas, embajadores y miembros de la aristocracia del petróleo. Aquello giraba y cambiaba de posición como un pequeño torbellino. Las Fuerzas Especiales no podían creerlo, se miraban entre ellos perplejos e incluso divertidos. En medio del revuelo, asomando la cabeza, saltaban hombres con sables y túnicas de oro, plata y seda, o al menos lo parecía, miembros de una especie de grupo folclórico, que durante dos horas habían estado bailando danzas regionales. El emir de Kuwait vivirá, durante un tiempo indefinido, en el palacio de la familia Al Babtain, uno de los veinte «clanes» que controlan el país. Los Al Babtain son una multimillonaria e influyente familia que ayudó al emir durante la ocupación iraquí. El palacio real de Al Sabah ha sido arrasado por los soldados iraquíes, como la mayor parte de la capital. De camino hacia su residencia, seguido por cientos de automóviles con banderas de Kuwait que aclamaban su paso, el emir penetró en esta arrasada ciudad de las tinieblas, y probablemente se quedó mudo ante el espectáculo de la destrucción. 

Dos semanas después de consumada la liberación, Kuwait continúa careciendo de los servicios básicos, incluyendo la comida y el agua. También se encontrará con una nueva situación política, en la que las fuerzas de la «oposición», la resistencia de Kuwait y las corrientes políticas surgidas a raíz de la invasión, piden un mayor reparto del poder, su propia participación, y la creación de un parlamento legítimo que controle al gobierno. La familia de los Al Sabah, compuesta por unas mil personas, se reparte una buena parte del poder en Kuwait. En el último gobierno, seis de los ministros, incluyendo al príncipe heredero y al propio emir, eran Al Sabah. Las carteras de Interior, Exteriores y Defensa, entre otras, les pertenecían. Hace dos siglos y medio, varías familias se distribuyeron el poder en Kuwait, y la situación, básicamente, ha cambiado poco. 

Los Al Sabah poseen el poder y la riqueza y las veinte familias restantes se reparten la influencia, el prestigio y las fortunas más apabullantes del planeta. Ayer, los kuwaitíes, agitando sus banderas nacionales, con los cuerpos fuera de sus descapotables o asomados a través de los techos corredizos de sus Mercedes, Cadillac, Porsche, Chevrolet o BMW, han vuelto a ver el real rostro del emir, -helado hasta el momento-, y su sonrisa distante y altiva. Al Sabah se perdió en la espesa noche artificial que flota sobre la ciudad como una mortaja. Mientras entraba en Kuwait City, ochocientos pozos de petróleo ardían como volcanes, convirtiendo el día en noche bajo una nube negra, áspera y sofocante. El emir de Kuwait ha regresado al fin a la ciudad de las tinieblas.

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